sábado, 1 de noviembre de 2008

La noche no está de buen humor

Preferiría perderme en un pasillo negro. Estaban hablando de cosas sonadas, cosas que entendían muy bien y yo desconocía por completo. Ella mostraba un interés absurdo por el tema, que crecía y crecía y me iba abandonando en el mareo de la extrañeza temporal.
Giré para buscar en sus ojos una compañía, un cuidado hogareño pero ella aún no estaba allí. El humo de sus cigarros me sujetó de la barbilla y me sacudió burlándose de mí y de mi poca importancia en sus vidas. Aproveché ese bajo perfil para largarme de una vez por todas.
Me ubiqué bajo una estatua, y bajo otra, bajo cada una de ellas. Me recargué en su enorme pierna de piedra de guerrero colosal y medité para aplacar mis oleajes calurosos.
La noche no está de buen humor. No está de buen humor y además es cabrona. Satisface sus instintos obscureciéndome el camino, ocultándome el final de cada pasillo que quiero tomar. Y quedo perdido, obstruido en la misma sala por cuarenta minutos hasta que al fin pasa alguien y lo sigo a donde sea que vaya.

El viaje terminó en una puerta que daba a un patio. Él tomo la puerta de al lado y siguió. Yo decidí quedarme ahí por un aire fresco que sentí y unas pocas estrellas que se asomaban; me dí un respiro, pero la verdad no me alivió demasiado.
Volví al lugar de partida y ahora ella estaba sola. Me mantengo a cierta distancia como con miedo, sabiendo que no me puede lastimar pero temiendo por la decisión del destino sobre la actitud. ¿Será buena?, ¿será severa?, ¿cómo será?. Siempre es distinta cuando no hay nadie. Cuando no hay nadie nos dejamos de cosas y nos hablamos uno a uno.
Entonces decidí acercarme a su silla, no demasiado, solo me alineé con ella y con las manos en las bolsas del pantalón volteé a verle. Ella no me busco con la mirada y quedamos callados por un tiempo que sufría de parálisis.

Sonaron sus pasos mientras se acercaba a nosotros. Se acercaba lentamente. El eco rebotaba con lentitud en todas las paredes y el techo antes de llegar a mis oídos. Cuando se acercó lo suficiente ella giro a sus espaldas, lo miró. Se quedaron viendo el uno al otro por un rato. Ninguno se regaló un solo gesto facial. Ninguno de los dos me miró. Ella dejó de verlo y unos instantes después él se retiró de la escena.
Nos quedamos ella y yo fríos en ese salón demasiado amplio para tan poco espíritu.
La platica muda que acababa de presenciar me había matado cualquier intención que de por sí era difícil de descifrar.
No se cómo hice, pero logré salir de esa sala, logré salir de ese edificio y de esas personas. Crucé la calle de afuera y la siguiente y la siguiente y la siguiente... hasta llegar a ...

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